martes, 22 de noviembre de 2011

Mi huerta (capítulo segundo)


(Cezanne)

El torreón de mi tío y padrino era un sueño. El sueño de mi vida. Servía de observatorio astronómico, de laboratorio de alquimia, de biblioteca de libros teúrgicos y de teosofía y de recoleto fumadero de opio. Mi tío abrió mi mano derecha para cerrarla a poco sobre un cofrecillo anacarado.

Habló así:

- No te enfades por pequeños contratiempos. Tampoco por los grandes pesares. Tienes muchas vidas para ser feliz. Cuando crezcas, siembra esta semilla en tierra por ti bendita. ¡Ah! primero debes ablandar el grano en agua caliente durante tres semanas, a contar desde la luna nueva de enero de cualquier año impar.

Pregunté:

- ¿Qué árbol será cuando fructifique?

Escuché su respuesta:

- Un árbol sagrado, pues es simiente del gran árbol de Bo, donde Gautama “El Despierto” tuvo su iluminación. Es el árbol de la ciencia.

Me dejé conducir por el chófer hasta la vana celebración familiar. Pero aquella tarde yo había aprendido de mi tía hindú un principio de incalculable valor espiritual. Me reveló que la tradición de su tierra favorece el abandono de la vida convencional al llegar a cierta edad, después de haber cumplido con los deberes de familia y de ciudadanía. Ese sabio consejo no me fue arrebatado nunca.

Pasó tiempo y tiempo. Muchos años. A principios de mil novecientos y tantos entendí llegado el momento de seguir la exhortación de mi tía abuela, ex–maharaní de Srinagar. Y de hacer fructificar el tesoro que me había legado su sabio marido.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Mi huerta


( foto Masao Yamamoto)



En el quinto año de la séptima década del pasado siglo determiné pasar el estío en compañía de nadie. Polvo, sudor y hierro, en el jodido secarral de la meseta castellana. Terminaría así unos estudios universitarios que me tenían harto. Harto de tanta anormalidad artificial. Fue mi primer verano sin veraneo.


Otro propósito, genuino y no confeso, era el de labrar un huerto en el piso paterno, vacío durante la canícula.

El primer designio no requería sino de unas horas de estudio cada madrugada, a menudo sentado en el balcón, por si se levantaba la fresca, que no lo hacía ni con las claritas del día. Desde siempre, las alboradas han sido para mí la parte final de la noche, nunca comienzo del día. Me gusta atar la luna con el sol.

El segundo empeño fue planificado meses antes con rigor y disciplina cisterciense. Consistía en convertir mi dormitorio, el contiguo y el medianero cuarto de estudio, en un diminuto huerto. Recogería sus frutos a finales de septiembre, antes de la vuelta de mi familia y demás bichos.

Pero había más. Algo que constituye el nudo de esta historia. Quería que mi gran secreto, mi mayor tesoro, medrase un tiempo en mi suelo.

El tesoro databa de mucho antes de Cristo, pues era contemporáneo de Buddha.

Un tío abuelo mío, por parte de madre, se había casado con una maharaní hindú, a quien llevó a vivir a Granada desde las lejanas orillas del río Jhalum, en el valle de Cachemira.

No tuvieron hijos y sí un gran afecto por mí. Me contaban historias preciosas de la India, de los vedas y del budismo. Alguna vez me sentaron a meditar con ellos en el carmen que tenían por el Albaicín. Yo era un crío que gustaba del silencio y conseguía poner la mente tranquila y calma, lo que me procuraba paz y bien.

Una tarde de Corpus andaba yo con los maharanís en su carmen, cuando llegó el mecánico de casa para llevarme a no sé qué gaita familiar. Me disgusté mucho, pues los tíos me iban a hablar a la puesta del sol del Buddha niño, cuando todavía se llamaba Siddhartha Gautama. Para consolarme, mi tío me tomó de la mano y me llevó a su torre‑estudio, clausurada siempre por una llave de plata que colgaba de su cuello y de un cordón trenzado con hilos de oro y seda magenta.

( continuará...)

martes, 8 de noviembre de 2011

jueves, 3 de noviembre de 2011

Pasaje oculto




(foto del autor)


La mujer-niña de Oriente se vino a Occidente gracias a un pasaje oculto. Huía de un hombre malo, bebedor y violento.

Su familia de La Habana la protegió, que para eso están, o debieran estar, las familias como Dios manda.

La niña-mujer es alegre, reidora y fuerte. Tiene la piel y los ojos claros. Gusta de bailar y cantar, pues dice que sus padres son música y canto, allá en las noches del Oriente cubano.

Echa de menos, ahora en la vieja y torpe Europa, a su familia de ultramar, pero no se queja. Siempre contenta, se sube al autobús y sueña. Con su isla, su Oriente y su gente.

Ríe con fuerza, la fuerza de una mujer sana que trabaja y estudia cosas, sus cosas. Lengua inglesa y fotografía.

Ahora es explotada por el sistema capitalista y de mercado. Allá lo fue por el otro sistema, el comunista y planificador ¡Puta vida!




martes, 1 de noviembre de 2011

No te entiendo



-¡Ah!-dijo ella-; tú no me entiendes y no
me entiendes.
-Pues entonces realmente no te entiendo.

(Franz Kafka)